Abrazada
Priscila, Neuquén capital, Neuquén.
Creo que la única vez que sentí angustia y desesperación durante este proceso fue cuando finalmente confirmé el embarazo que sospechaba, (pese a dos «evatest» de segunda marca negativos) un miércoles de marzo con mucho calor, en un laboratorio del pueblito donde trabajo. Debería haber estado de apenas cuatro semanas.
La bioquímica que me atendió, que no paraba de hablar y se movía rapidito, me dijo: ¡Re positivo! Y me felicitó. Mientras ella preparaba en un sobre el test para me lleve de recuerdo, me quedé ahí sentada en la silla, sosteniéndome el algodoncito del brazo y me largué a llorar. Cuando me vio me preguntó si era lo que esperaba, y le dije que no con la cabeza (aunque era lo que esperaba, pero no lo que quería. O no sabía lo que quería). Y ahí me abrazó fuerte e intentó consolarme, diciendo que “ahora capaz que no, pero después ya iba a ver qué lindo…” y recordándome lo afortunada que era, «habiendo tantas otras que no pueden…». Y a mí por dentro me iba invadiendo un poco la rabia al escuchar esos comentarios de una profesional de la salud, pero igualmente me reconfortaba el abrazo y la ternura de la señora. Así que también la abracé. Y sin saberlo, el abrazo de esa desconocida se convirtió en un lujo antes del aislamiento social obligatorio.
A eso le siguió un viaje al exterior, que claro, salió mal. A los días de llegar, se declara en ese país el aislamiento social y, lo que en principio serían unas vacaciones de dos semanas, se convirtieron en un encierro obligatorio de casi 21 días con una amiga en un departamento, varadas en otro país.
Con el correr de los días se reforzaba mi deseo de abortar y se sumaban más amigas a la distancia acompañando esta decisión. Seguirían las charlas y los primeros WhatsApps con socorristas: en el primer contacto con ella recibí la seguridad y tranquilidad que me acompañaría durante todo el proceso. Después fue leer, preguntar, sacar cuentas, mucha incertidumbre y esperar.
Finalmente volvimos. Y otra vez esperar. Dos semanas más de aislamiento total, esta vez sola, pero con el alivio de estar en casa. Entre volver de a poco a trabajar con el celu, tomarme la temperatura e informar a diario que no tenía fiebre y las llamadas y más llamadas, los catorce días pasaron volando. Recién en esos momentos pude percibir algunos pequeños cambios en mi cuerpa, que hasta entonces había tenido un comportamiento ejemplar: pese a la altura, las semanas que avanzaban y la incertidumbre, se la había bancado como una campeona, lo que me hacía confiar mucho más en que todo saldría bien.
Listo. Terminaba mi aislamiento y la última noche del domingo antes de “volver” no me podía dormir. Tenía que cumplir con obligaciones laborales y nuevamente esperar que llegara el viernes –entrando ya en la semana 11 de gestación- para poder ir el fin de semana a lo de una amiga a realizar el procedimiento.
Lo siguiente fue un intercambio de mensajes avisando que estaba por iniciar la segunda etapa, tanto a las socorristas como a lxs que me acompañaban. Al principio fue casi una hora de dolor bastante intenso que, por supuesto nunca había sentido antes; miedo a que lo que sentía no fuera “normal”, y tuviera que terminar yendo al hospital y, finalmente, después de un rato, un alivio tanto físico como emocional. Luego se repitió esta secuencia con menor intensidad, hasta producirse finalmente el aborto casi 48hs después sin ningún tipo de malestar ni dolor. Y ahí sí el alivio se sintió con todo.
Como la clandestinidad del aborto opacaba un poco a la clandestinidad del encuentro que nos hizo romper forzosamente el distanciamiento social, me permití disfrutar impunemente de un tremendo sol en el patio, de compartir charlas “reales”, series, música, comida rica y algunos silencios también.
Decidí abortar. Me tocó hacerlo durante una pandemia, en aislamiento obligatorio; pero pocas veces me sentí tan abrazada.